NUESTROS COLABORADORES OPINAN
MIQUEL SEN
3-julio-2014
Rabo de toro
La diferenciación de las distintas carnes en categorías tiene buena parte de ficticio. Muchas veces el título de primera responde a la facilidad de su corte y a la rapidez de su cocción, quedando en tercera posición piezas sabrosísimas que tienen como inconveniente llevar la carne pegada al hueso y precisar de una culinaria lenta. En un extremo se encuentra el filete y en el opuesto, el rabo.
Sobre los adjetivos calificativos de este segundo ingrediente se ha escrito mucho. Como vivimos en tierra de toreros, en las cartas de los restaurantes los rabos entendidos a la manera peninsular son casi siempre de toro, haciéndonos creer que en nuestros pastos viven cientos de Miuras. En el país vecino, reducida la fiesta a la plazas próximas a Dax, los guisos se titulan como cola de buey. En plena polémica sobre la extinción del espectáculo taurino, entre los que lo consideran un arte, frente a aquellos que lo reducen a una forma de maltrato animal, disminuye el número de los rabos de toro, sustituidos por colas de otros rumiantes que no han vivido el espacio de libertad que conoce el toro bravo. En medio de la confrontación, que hubiera sido interesante de no haber recibido una carga política adicional, resulta evidente que en muy pocos restaurantes podemos comer el gran símbolo del matador. Cosa curiosa, sabemos como se guisa esta extremidad, pero nada se nos ha dicho de sus orejas, otro atributo mágico. En ningún momento se ha pensado en que el maestro podía dar la vuelta al ruedo luciendo en cada mano magníficos filetes. La facilidad del corte y el fetichismo dejan al toro para el arrastre. Para entrar a fondo en este tema hay que armarse de valor y estoquear el libro Historia del ojo, de Georges Bataille, biblia de los taurinos de La Gauche Divine, modelo 1970 en la que se cuenta una corrida a partir de la analogía ojo, huevo, testículo, sol.
Rabo de toro al vino tinto
Dado que los bravos van de capa caída, el plato autentico se ha transformado en producto de temporada. Lo podemos probar durante las fiestas de San Isidro en los restaurantes próximos a la plaza de Las Ventas y en particular en Casa Toribio, acompañado de patatas fritas. Ha sido parte integrante de la olla jerezana y de su carne sabrosa hizo un estandarte el restaurante cordobés El Caballo Rojo. En Francia el rabo es de buey. Lo sirven en muchos bistrots cocinado a la manera de Dijon. Una receta en la que la carne se cuece en un caldo rico en hortalizas. Luego se potencia con mostaza, se empana con harina y se dora. Lo acompañan con las verduras como guarnición.
Entre la evocación y la actualidad, me entra un hambre feroz pensando en la cola de buey, no de toro, que preparaba en San Sebastián Patxiku Kintana, perfumándola con laurel, pimienta blanca, clavo y un pellizco de nuez moscada. Es uno de los buenos recuerdos de cuando era un gastrónomo joven e impertinente. Virtudes o defectos que asocio a este guiso preparado en los calderos de Casa Leopoldo, el restaurante taurino de Barcelona, dónde batallaban pros y contras del arte de Curro Cúchares, Néstor Luján y Xavier Domingo. Precisamente este me dio una receta de cola de buey para servir fría, un día que renegábamos de todos aquellos que vestían el traje de luces. Hervía unos buenos trozos en compañía de pata de ternera y muchas zanahorias. Una vez deshuesadas las carnes, las colocaban en un molde y las dejaba enfriar hasta que cuajara la gelatina natural. La salsa era un picadillo de pepinillos y alcaparras ligado con un poco de aceite y mostaza. Una idea que no he llegado a poner en práctica porque me vence su largo tiempo de cocción. Dado que asumo esta carencia, la oculto buscando los clásicos sabores con marcado carácter popular en el barcelonés bar Cañete, que tiene el rabo como tapa estrella, dentro de una barra sugerente, con cierto desgarro torero.