NUESTROS COLABORADORES OPINAN
MIGUEL ÁNGEL ALMODÓVAR
7-abril-2014
De prejuicios religiosos y torrijas equinas
Decía el gran Julio Camba, con retintín y peyorativamente, que la cocina española está llena de ajos y de prejuicios religiosos. En lo del ajo las opiniones difieren y en cuanto a los prejuicios religiosos, aquí está abril con su Cuaresma, aunque iniciada el 5 del mes pasado, y sobre todo con su Semana Santa, para contrargumentarle a don Julio que el efecto religioso se sienta a señorialmente la mesa y se explicita en platos o en dulcería más que notable, y que aunque con los de bacalao no logremos convencerle, ya que no en vano motejaba al pescado seco y salado de “momia pisciforme”, al menos confiamos en que convenga, desde donde se halle, que en lo que se refiere a dulcería el prejuicio religioso ligado a la conmemoración de la pasión y muerte de Jesús ha alcanzado cotas de sublimación más que notable, con la torrija en puestos de máximo liderazgo.
Del recetario de Apicio al de la Pardo Bazán
La receta de la torrija, o de algo muy parecido a la torrija, aparece en el libro De re Coquinaria, del romano o los romanos Marco Gavio Apicio allá por el siglo I. Se trata entonces de galletas de trigo bañadas en leche, fritos en aceite y regadas con miel. Básicamente lo mismo que ahora, pero con miel en lugar de azúcar y pimienta por canela. Siglos más tarde, en el XV, el poeta, músico y autor teatral Juan del Encina hace mención de la torrija como sustento de parturientas, y en el siglo XVII el bocado se formaliza en recetas en el Libro de Cozina de Domingo Fernández Maceras, que ve la luz en 1607, y en el Arte de cozina, pastelería y bizcochería, que firmado por Francisco Martínez Montiño, cocinero de Felipe II y de su hijo Felipe III, se publica en 1611. El siguiente hito editorial lo protagoniza Emilia Pardo Bazán, que en su libro La cocina española antigua, publicado en 1913, hace mención de distintos tipos de torrijas típicas en varias regiones y provincias españolas, incluida alguna versión salada.
La torrija aperitiva de Madrid
A pesar de tan prolijos antecedentes, la torrija no alcanzará proyección supina y adscripción a la Semana Santa hasta que a Dolores Ugarte, la esposa del propietario de la taberna Antonio Sánchez, sita en la castiza calle madrileña de Mesón de Paredes, entre las plazas de Tirso de Molina y la de Lavapiés, se le ocurrió a preparar torrijas como acompañamiento o tapa de las jarras de vino que su clientela se trasegaba a esgalla. Empezó haciendo de a poco y por docenas, pero el éxito de la iniciativa fue tal que la gente empezó a acudir a comprarlas al detalle y sin pasar por el trámite del chateo. La cosa llegó a tal punto que allá por los años treinta del pasado siglo llegó Dolores a despachar más de dos mil por día. Gloria y fama se asentaron sólidamente, además de por la perfección intrínseca y golosona de las torrijas de la tabernera, gracias en buena medida a que a la clientela habitual del barrio vinieron a sumarse personajes como el rey Alfonso XIII, los grandes pintores Ignacio Zuloaga y Joaquín Sorolla, el novelista Pío Baroja o el pintoresco torero giboso Antonio Rodríguez, de nombre artístico El Chepa de Quismondo. Con todo, la alternativa le vino de manos y patas del auriga y su tiro animal, el Madriles, y su caballo Chotis, del último simón que circuló por las calles de Madrid.
Y la torrija del caballo del Madriles
No había tarde o noche, según se hubiera dado la cosa, que el Madriles faltara su cita en la taberna Antonio Sánchez para meterse entre pecho y espalda algunos vinos. Incluso los días en el que el morapio de otros establecimientos había hecho devastadores efectos en el GPS mental del cochero, Chotis dirigía su paso o trote hasta la misma puerta del local. Y la cosa cayó tan en gracia de los señoritos calavera que iban por la zona a la busca y captura de amores mercenarios, que nada más entrar éstos en el local gritaban a voz en cuello: “¡Al cochero lo que quiera y al caballo una torrija!”. La comanda pasó pronto a la fraseología casticista madrileña y se le decía a cualquier parroquiano descabalgado como cosa chipén y retrechera. Entretanto, el Madriles y su Chotis siguieron deambulando por una Madrid cada vez más atiborrado de taxis en vehículos automóviles. Pasado el tiempo, alguna noche, un jovencísimo Antonio Buero Vallejo contrataba sus servicios para que le acercaran al Café Gijón, donde les invitaba a un refrigerio. Madriles se tomaba una copa de cazalla, que ya el vino había empezado a saberle a poco, y luego compartía con Chotis y por gentileza del dramaturgo en ciernes una lata de jamón de York. Después caballo y auriga pasaron a mejor vida, las torrijas siguieron ganando adeptos, pero ya como postre y no como aperitivo, y se quedaron los pájaros cantando.
Aunque sin presumir, que las hay foráneas
La torrija se nos ha hecho tan nuestra que los más piensa que es patrimonio exclusivo de nuestra culinaria. Nada menos cierto. Muy parecidas son el Pain perdu de los franceses, el británico Poor Knights of Windsor, los suizos Fotzelschnitten o las Rabanadas de nuestros vecinos portugueses. Así que de sacar pecho, solo el justo y necesario.